Los Que Llegaron al Zulia y se Quedaron, IX entrega
Cuando le tocaba asistir al colegio propiedad de sus padres, Pedro Gutiérrez Valera (+) y María del Socorro Florez (+) en la ciudad de Barranquilla, departamento del Atlántico, Colombia, en lo más profundo de su ser iba despertándose poco a poco la pasión por la enseñanza que ha seguido desarrollando en la capital del estado Zulia, desde su llegada a la “Tierra del Sol Amada” que siente como propia.
María del Socorro Gutiérrez Florez de 84 años de edad, (v) de Vinicio Andrade Bravo, conocida por los alumnos como la “profesora María”, cuando asistía a “echarle una mano” en cualquier actividad que aligerara la carga laboral de sus padres, nunca imaginaría ni estaba en sus planes, que un día llegaría a tener su residencia en Maracaibo, donde ha sembrado su vida, tiene sus afectos y dejará una huella de su paso terrenal en su segunda patria.


Ella es la protagonista de esta IX entrega de la crónica Los Que Llegaron al Zulia y se Quedaron. Su historia es la de miles de inmigrantes que un día llegaron de Europa, Asia, Suramérica o del mundo árabe a la tierra del Libertador Simón Bolívar y de su leal amigo, “General Rafael Urdaneta Farías”, muy queridos y respetados asimismo en Colombia, donde son también próceres de la libertad de la América Latina.
Un flechazo de “Cupido” directo a su corazón fue el responsable que uniera su destino con un “maracucho”, Vinicio Andrade Bravo (+), con quien procreó cuatro hijos, Jackeline, Vinicio, Raúl y María Lourdes, quienes han ampliado la familia con la llegada de diez nietos.
En su Barranquilla natal, María del Socorro Gutiérrez Florez, era una joven dinámica, activa y dedicada a seguir los pasos de sus padres educadores, estudiando y formándose en la carrera docente que terminó exitosamente. En esa época, décadas del 1.950 y 1.960, muchas familias venezolanas tenían por costumbre enviar a Colombia a sus hijos a estudiar. La educación era, en ese entonces, calificada de muy alta gama en ese país hermano.
En esa migración estudiantil llegó a Barranquilla, el joven Vinicio Andrade Bravo, lleno de sueños y metas porque iba a terminar el bachillerato y a formarse en seis años como químico farmacéutico en la Universidad del Atlántico. Por cosas o no del destino Andrade Bravo conoció a Pedro Gutiérrez Florez, hijo mayor de Pedro Gutiérrez Valera (+) y María del Socorro Florez (+).
Esa relación selló una amistad de años, entre Pedro y Vinicio, quienes ya se habían conocido en Maracaibo. Fue el vínculo, el nudo bien amarrado, que le permitió al venezolano conocer a su futura esposa. A María del Socorro Gutiérrez Florez, la primera impresión que le causó Vinicio Andrade Bravo no le agradó mucho.
No le gustaba a primera vista su manera de ser. Aunque siempre lo caracterizó ser una persona de rostro muy serio, circunspecto, en la intimidad de la familia o entre sus amigos, sus ocurrencias llamaban la atención de cualquiera y se convertía en el centro de las miradas. Poseía esa característica muy arraigada en muchos de los nacidos en el estado Zulia.
Ese error del pretendiente venezolano, –decidido a conquistar su amor– le hizo entender que estaba equivocado, no le convenía y buscó cambiar la estrategia para poder ganarse a la agraciada barranquillera. Ella, –recuerda sonriendo–, que su hermano Pedro tenía otros cuatro amigos estudiantes de origen “maracucho”, quienes también buscaban enamorarla y ganar la apuesta.
No obstante, Vinicio era quien más quedaba delatado y no disimulaba su amor a primera vista. Un día, el hermano mayor organizó un almuerzo en la casa de sus padres, invitando a sus amigos. Pedro, ya intuía que alguno de ellos, iba a ser su cuñado y entraría por la puerta grande a la familia. El encuentro tenía una cierta picardía de una broma, especie de sana apuesta para ver cual lograba despertar el interés de la joven.
Su hermano, quizá pensando que el divertido reto podría no gustarle a su hermana menor, no le quedó otra salida que decirle la verdad. Ella se indignó al saber la noticia, pero Pedro no hizo lo mismo en alertar a los invitados. El anfitrión y sus amigos degustaron una suculenta comida y disfrutaron una excelente velada, sin conocerse que la broma había sido develada.
“Yo estaba incómoda, pero el que siguió perseverando fue el que se casó conmigo”, asegura. Pasados algunos meses formalizaron el noviazgo, se casaron y unieron sus vidas durante 23 años. Luego, por desavenencias que suceden en los matrimonios, decidieron separarse, divorciarse y continuar una amistad hasta el fallecimiento de Vinicio Andrade Bravo seis años después.
La xenofobia le aterraba
La profesora María del Socorro Gutiérrez Florez dice recordar que después de contraer nupcias en Barranquilla y de tener a su primera descendiente, Jackeline, viajan a Maracaibo y viven por un tiempo en la casa de sus suegros en el sector Sabaneta.
“Soy la menor de cuatro hermanos. Ayudé mucho a mi papá cuando, por ejemplo, necesitaba una secretaria rápida para hacer boletines y otras cosas en el colegio. Me metí mucho en eso, me encantó. Aquí quise hacer lo mismo por una cuestión que era muy sentimental. Resulta que en ese tiempo que vine sentía mucha xenofobia contra los colombianos. No me atrevía ni siquiera a hablar. Me daba temor que me fueran a faltar el respeto.
¿Por su acento?
“No, no porque el acento se siente más en las personas de los pueblos. Siempre estuve en la ciudad y no tuve problema. La xenofobia me dolía muchísimo, entonces pensé en hacer un colegio para demostrar la cultura de mi país. Cuando vine era docente normalista, hice la reválida y aquí para ser directora me inscribí en la Universidad Cecilio Acosta y me gradué en la licenciatura”.
Su escuela en Venezuela
Su sueño, que permanecía en modo pausa durante un tiempo, era dirigir su propio centro de enseñanza en su nueva patria. Cada vez estaba más cerca de realizarlo. Una enfermedad de su hija, Jackeline, obligó a los esposos a buscar ayuda médica en Maracaibo. La permanencia se prolongó en el tiempo y la pasión por la enseñanza volvió a despertarse.
Revela que “mi esposo habla con su hermano Rafael y le dice que había un señor que estaba vendiendo una hacienda. Era un señor alcohólico. La estaba vendiendo económicamente, porque en realidad no había mucho dinero. Aprovecharon, la compraron y Vinicio se dedicó a la hacienda, porque Rafael tenía su clínica. Le pedí a Vinicio que me hiciera una casa grande. Ya tenía la idea de un colegio o una escuelita y así comencé.
“Cada año”, explica, “teníamos más y más niñitos. Empezamos a construir salones. Esto por aquí era puro monte aunque ya estaba la autopista, pero era muy sólo. Era el año 1.962 o 1.963 y eran ya como sesenta muchachitos en la escuelita. Aquí no había colegio. Tuve que contratar a una maestra para que me ayudara”.
El nombre que ella le asignó a lo que sigue siendo hoy el Colegio Colón de Maracaibo con más de cincuenta años de funcionamiento, surgió de un recuerdo. De allí han egresado generaciones de bachilleres que son profesionales técnicos y universitarios diseminados dentro y fuera del pais. La idea sorprendería a su esposo Vinicio Andrade Bravo.
“Donde él estudió bachillerato en Barranquilla se llama Colegio Colón. A mí en ese tiempo me dolía mucho la xenofobia. Era al revés porque en Colombia a los venezolanos los querían mucho. Mi esposo siempre se sintió bien allá, era feliz. El director del colegio era como un padre que lo aconsejaba, lo guiaba y como él quiso tanto a su colegio quise darle ese regalo”.
Muchas son las anécdotas y recuerdos que a la docente, María del Socorro Gutiérrez Florez, le hace merecedora poseer su “Certificado de Zulianidad”. Su historia ha estado cargada de momentos hermosos, agradables y también difíciles. Desde que pisó esta tierra de gracia llamada Maracaibo, –64 años atrás–, supo que su misión de vida estaba en la casa de la Virgen de Chiquinquirá, también patrona de Colombia.
Texto:
José Aranguibel Carrasco
CNP-5.003
Fotos:
Euclides Molleda
CRGV-1.064